Yo no sé quién inventaría la frase esta de que si algo puede salir mal, saldrá mal, pero tiene más razón que un Santo. Porque todo parecía que iba a salir bien, teníamos el hotel reservado desde finales del año pasado y los vuelos cogidos, que los compramos con tiempo porque ya sabemos que si se te echa el tiempo encima luego tienes que acabar vendiendo tus intestinos en el mercado negro para poder pagar el billete de avión. Y yo, llámame loca, pero le tengo aprecio a mis hígados, a mis intestinos y hasta a mi páncreas, que para algo llevo desde pequeñita con ellos. Y si nadie me compra la lamparita del salón por Wallapop, que está como nueva, menos me van a comprar un pulmón, que fumo Ducados.
Pero todo, en fin, se tuvo que joder en el momento en que a mi marido se le metió en la cabeza que, estando de vacaciones, sería divertido probar a hacer un deporte de riesgo. Yo le dije, Antonio, ¿para qué? ¿Para qué quieres hacer tú ahora un deporte de riesgo, que estamos de vacaciones, que el mayor deporte de riesgo que has hecho en tu vida es secarte entre los dedos de los pies al salir de la ducha, que una vez, te acuerdas, una vez por poco te me vas al otro barrio por culpa de un resbalón?
Oye, y que no entró en razón. Y mi Antonio se puso pesado, como un niño pequeño, que si vamos a tirarnos en parapente, que si eso es muy guay, que si seguro que nos da vidilla, que si el parapente, el parapente, el parapente… El puto parapente.
Total, que al final nos tuvimos que tirar en parapente. En nuestro segundo día de vacaciones. Mira que lo podríamos haber dejado para el último, por si pasaba alguna desgracia (que, por supuesto, ha acabado pasando), así al menos podíamos disfrutar de los seis días anteriores.
Pero no. Si a mi Antonio se le mete en la cabeza que hay que tirarse en parapente el segundo día, ahí me tienes a mí el segundo día con los arneses apretándome las ingles. Y a él también, que encima es un quejica y no está hecho para estas cosas. Que después de diez minutos con el arnés puesto ya se estaba quejando, que le apretaba mucho, decía, que se le estaba subiendo el testículo izquierdo a la altura del ombligo y le estaba dando como una sensación entre grimilla y dolor.
Allá que subimos al pico de una montaña con dos monitores para tirarnos. Estábamos subiendo a la cima en uno de estos coches que son como de safari, a lo descapotable mozambiqueño. Uno de los monitores nos estaba explicando cómo sería toda la experiencia —así lo llamaba él, experiencia, me río yo— y que no teníamos que hacer nada, solo disfrutar… Cuando pasó.
Justo cuando voy a abrir la boca para quejarme, justo para pedirle al monitor que si me podía enseñar antes de saltar en parapente todos los documentos de seguridad, no sé, que habían pasado todas las inspecciones sanitarias, que los parapentes habían aprobado la ITV o lo que coño hiciera falta. Yo me fiaba de ellos, claro que sí, les dije, que con la pasta que había costado la experiencia de los cojones yo me fiaba de ellos, como para no fiarme… Pero quería quedarme tranquila.
Y ocurrió. En esto que voy a abrir la boca para empezar a pedir documentos y certificados, se me mete un moscardón en la garganta. Directa al estómago, sin masticar ni nada. Y yo empiezo a mover las manos y a emitir gemiditos y mi Antonio poniendo cara de apuro. Ya estás montando el numerito, me susurró mientras yo seguía descomponiéndome viva.
Le duró poco lo de la vergüenza ajena. Se la quité de un guantazo. Le expliqué como pude lo que me acababa de ocurrir, que me había tragado así, sin masticar, como quien se mete un chupito, un moscardón que me había rajado toda la garganta. Y que qué desconsiderados eran por allí los moscardones, que se te meten sin preguntarte si quiera si te apetece comérmelos.
Y claro, mi cabeza empezó a darle vueltas al asunto. Porque los moscardones, ya sabemos, a mí me lo decía mi madre, se posan en cualquier mojón que se encuentren por la calle. No le hacen ascos a ningún zurullo. Y, por ende, no traen más que enfermedades.
Y yo, mientras seguíamos subiendo en el descapotable mozambiqueño, me estaba empezando a marear. Y a sentir unos sudores fríos que me subían desde los pies. Seguro que el moscardón, que ahora estaría deshaciéndose en alguna parte de mi organismo, al que tanto aprecio tengo, me había pegado alguna enfermedad subtropical de las que se leen cada semana en los periódicos.
Le transmití a Antonio mi preocupación en un susurro. Él me contestó que me tranquilizara, que eso le pasaba cada año a dos, tres personas como mucho.
–Pues qué casualidad que este año yo voy a ser la cuarta. ¡Llévame al hospital!
Empecé a repetirlo tan fuerte, tantas veces, lo de llevarme al hospital, que el monitor tuvo que dar media vuelta con el descapotable mozambiqueño y bajar la montaña a toda hostia. Y entre los parapentes atados en la parte de atrás, la velocidad y la bajada, íbamos planeando y las ruedas casi no tocaron el suelo. Aunque ya no sé si era real o una sensación, la de flotar, que me estaba provocando la enfermedad subtropical.
A todo esto, a mí me iban subiendo las pulsaciones y me estaba empezando a doler la barriga. El moscardón seguro que se había pegado a un mojón de jabalí, que esos tienen que tener un montón de enfermedades, y yo me las había tragado todas. Se me estaban empezando a dormir los brazos, las manos, hasta media cara.
–Me está dando un ictus, Antonio.
Él ni puto caso me hacía. Aunque fuésemos todavía por mitad del campo, mi Antonio concentraba toda su atención en sacar un pañuelo blanco por la ventanilla, por eso de los primeros auxilios y tal, que por poco se me queda manco contra el tronco de una palmera.
El monitor seguía conduciendo a toda hostia y preguntándome que cómo iba. Yo le decía que mal, que cómo iba a ir, que me sentía morir. Que ahora, además de los sudores, la fiebre, el cuerpo dormido y el ictus, también se me estaba empezando a ir un ojo.
–Veo doble –dije con voz temblorosa.
–Es que somos gemelos –me contestó el otro monitor.
Eso me dejó un poco más tranquila, pero no lo suficiente. Hijo de puta el moscardón, el parapente, mi Antonio, los monitores gemelos (es verdad, cómo se parecían, dos gotitas de agua) y el viaje.
Pensaba que no llegaría al hospital, que el fin de mis días sería en ese descapotable mozambiqueño y con mi Antonio, en vez de dándome la mano cariñosamente, sacando un pañuelo blanco por la ventanilla. Pero acabé llegando, tambaleándome, viendo todo borroso.
Me esperaba una silla de ruedas en la puerta del coche. Los monitores gemelos me levantaron a pulso, me sacaron del descapotable y me sentaron en la silla, mientras mi Antonio seguía moviendo el pañuelito arriba y abajo.
–Para ya, Antonio, para ya con el pañuelito.
–No puedo. Creo que de la tensión se me ha quedado un nervio cogido.
Ahí íbamos en procesión. Yo delante, convulsionando, que hasta había empezado a echar espuma por la boca, con un monitor empujándome la silla de ruedas, el otro monitor empujando a su gemelo y mi Antonio detrás, moviendo el pañuelito. Que hasta un enfermero me gritó al pasar: «¡Viva la Virgen de la Macarena!»
Lo que sucedió después lo tengo un poco más borroso, todo por culpa del maldito moscardón y la cantidad de enfermedades que debió pegarme. Creo que empecé a gritar, a chillar, a correr por la sala de espera del hospital, a arrancar el gotelé de las paredes rascando con los dientes. Creo, no lo tengo muy seguro, pero creo que cuando llegó un médico a atenderme le mordí un hombro y luego, cuando vino una enfermera para cortar la hemorragia, a ella le mordí una oreja. Mi Antonio, menos mal, aprovechó el meneíto del pañuelo para limpiar tanta sangre.
No me sentía yo. El moscardón se había apoderado de mí. Más que una enfermedad era un demonio que me había poseído y que hacía conmigo lo que quería. Fui consciente de ello cuando Antonio me preguntó:
–¿Te traigo una tila?
Y yo le dije que sí. Pero no porque quisiera que me trajera una tila, que en esos momentos no me entraba nada en el cuerpo y menos una infusión, con las calores que yo tenía. Le dije que sí porque sentí el impulso de tirársela en la cara. Y así lo hice. Y mi Antonio, pobrecito mío, empezó a gritar como nunca lo había escuchado mientras los mofletes le echaban humo.
Pero cómo me quiere. Ahora me han pasado a planta, a una habitación para mí sola, blanquísima, preciosa, con un pijama que me han puesto con cinturones en las mangas, supongo que para evitar los espasmos. Y a él, a mi Antonio, lo tengo sentado a mi lado, con la cara llena de ampollas. Pobrecito mío. Aunque tengo que cortar ya, porque acaba de llegar la enfermera, la que ahora tiene solo una oreja, y me ha dicho con retintín que tengo que tranquilizarme. Y he visto cómo me ha metido algo en el suero y me está empezando a entrar un sueñecito que...
* Foto: Frank Mijares para Beauty Scene (Pinterest)
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